Sin duda que es un privilegio hacer una pausa y
huir a la calma que ofrece nuestra extensa y estrecha costa. En el horizonte
aparece un océano que de pacífico poco
tiene, pero que aun así aquieta el corazón y despierta en nuestro interior un
sentir que en nada se parece a lo que suscita a diario el estruendo de la
ciudad.
Lejos de aquello que en verano fue música,
movimiento y calor, hoy se muestra “el
mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento
solitario”[1];
quien sin necesitarnos, nos llama. Si en la época estival el cielo nos deslumbró, ahora es el azul extenso nuestro protagonista.
Lejos de preocuparse por lo que ocurre en
cortes lejanas, pasear por la playa nos regala, a pájaros y caminantes, una
sensación única. El viento revitaliza y refresca, la arena obliga a calmar el paso y
mirar la vida con otros ojos. El rugido de las olas serena el alma y su
silencio – que grita armoniosamente – invita a pensar. Así, con su inmensidad,
el agua se disfraza de infinito invitando a contemplar una belleza sin igual y
que hasta exige dar gracias por la creación, a la que también llamamos mundo,
que es lo mismo, pero no es igual.
Fue precisamente a orillas del mar de Tiberíades – y no creo que haya sido por mera casualidad –
donde se manifestó al amanecer Jesús resucitado a sus discípulos, quienes, como nosotros, no lo pudieron reconocer (Cf.
Jn 21).
El asombro frente al mar nos transporta a una
dimensión que fácilmente podemos llamar religiosa. Neruda nos cuenta como fue
su primera vez frente al vasto campo salado. “Cuando estuve por primera vez frente al océano quedé sobrecogido. Allí
entre dos grandes cerros (el Huilque y el Maule) se desarrollaba la furia del
gran mar. No solo eran las inmensas olas
nevadas que se levantaban a muchos metros sobre nuestras cabezas, sino un
estruendo de corazón colosal, la palpitación del universo”[2].
Es así como el mar se vuelve sacramento. Los sacramentos, decía Boff[3], – en un sentido amplio del término - no son
propiedad de la Iglesia, son constitutivos de la vida humana. Por medio de
ellos podemos percibir que Dios está siempre presente en el mundo. Así, el sacramento es una señal que contiene, exhibe, rememora, visualiza y comunica una realidad
diversa de ella, pero presente en ella. Es
bueno para el corazón. Alimenta
el espíritu, y no el cuerpo. (...) El mundo sin dejar de ser mundo, se
transforma en un elocuente sacramento de Dios: el mundo, el hombre, cada cosa,
señal y símbolo de lo trascendente.
Si tan solo contemplamos y nos dejamos invadir
por la inmensidad del mar, quien tan solo nos muestra su piel, sin necesidad de entrar en él, nos sumerge
en un misterio. Aquello que sentimos frente a él, se asemeja a la experiencia
de Dios vivo, quien se hace presente como sacramento en el frío e
inconmensurable azul.