Hace unas semanas visité el museo Neue Pinakothek en Múnic. Fue fundado por Ludwig I a mediados del siglo XIX como el primer museo público en Europa dedicado
exclusivamente a obras contemporáneas. Al llegar, sin mucho conocimiento de historia
del arte, opté por hacer un recorrido libre de la audioguía y además decidí férreamente
buscar una imagen de Jesús que me conquistara y, para hacer más entretenido el
juego y por otros motivos que no vienen al caso, quería un Cristo resucitado.
Luego de un rato en el museo hice una pausa y olvidé
mi propósito. Seguí avanzando en el recorrido y me deslumbró el paso del
realismo alemán al impresionismo francés que culminó con los trazos de Van Gogh.
Fue impresionante, literalmente, el cambio de formas y tonos de un estilo a
otro. Sin saber mucho de arte pude apreciar como apareció algo completamente
nuevo. Ahí aprendí que los
impresionistas además de usar colores diferentes utilizaban pinceladas distintas,
menos definidas, algunas con puntos o líneas. Si quieren saber más de este
movimiento artístico lamento decirles que no sé mucho más, pero puede
investigar por su cuenta (aquí les dejo una página)
Volviendo a mi paseo por esta galería bávara, puedo resumir que terminé cautivado por los colores de Manet, Monet y sus amigos, pero sin encontrar el Cristo que buscaba. Sin embargo, tiempo después me di cuenta que sí lo había encontrado, pero no lo había reconocido, como le pasó a los discípulos de Emaús. La resurrección del maestro fue algo tan increíble que les costó creer, por eso en varias ocasiones lo vieron, pero no lo reconocieron. En mi caso fue similar. Lo vi, pero no lo reconocí, no fue en un cuadro específico, sino en un estilo: el impresionismo que me cautivó.
Me explico. Es lo mismo, pero de cierto modo
totalmente nuevo. El Jesús que resucitó es el mismo que partió el pan en la
Pascua y que cargó la cruz hasta el Calvario. El impresionismo usa lo mismo que
antes – muchos paisajes por ejemplo – pero de una forma innovadora, con colores
y formas tales que transmiten alegría a quien lo contempla. Ahí está el cambio
sustantivo, una especie de resurrección. Ya no importan los detalles rigurosos,
sino lo que se trasmite, la experiencia frente a lo que se pinta.
También nos da una nueva medida de la vida. Ya
no es poner al hombre al centro ni excluirlo totalmente. Se intenta darle el
lugar que le corresponde en medio de la realidad, como uno más, pero sin
perderse en el medio. Del mismo modo la resurrección nos es solo un dato de fe,
sino que se vuelve nueva actitud: nuestra vocación no es a la muerte, sino a la
vida en abundancia. Esto nos invita a mirar el mundo con esperanza, no poner el
foco en la sombras, sino en lo positivo, lo bueno, lo que suma.
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