Hay que compartir. Así enseñan, y con justa razón, las tías del jardín a los niños. Es que el egoísmo es para todos algo malo, aunque en la práctica muchas veces caemos en él. Por lo general lo hacemos sin querer y sin darnos cuenta. Aun así, es fácil estar de acuerdo en que en el trato con el otro como un tú hay algo que nos hace bien, que nos plenifica, o al menos, que nos alegra.
Juntándonos a comer o a tomar algo – con moderación y responsabilidad claro, pues esto no quiere ser una justificación para los excesos – podemos sentir una linda satisfacción. Es
cierto que lo que se comparte ayuda y que si se realiza en medio de un matrimonio
o cumpleaños puede hacer que la alegría sea mayor. Sin embargo, ya sea
con una cerveza, un vaso de coca, una hamburguesa o incluso una canción; la compañía
no es accidental. Sea en familia o con los amigos, no importa si
es un pequeño evento o una gran celebración. Todo suma.
Pongamos el acento en las personas. La cerveza, por ejemplo, es medio y fin. Es rico disfrutar una buena pilsener, y si es artesanal mejor aún. Las bondades del fruto de la cebada son muchas. Gracias a esto la bebida y la comida son una buena excusa para reunirse.
Es que si bien la comida congrega, lo
importante es esto último, el congregarnos. No es lo mismo hablar por wasap o vernos en instagram. El trato directo y personal, sin tecnología de por medio, es
diferente. El caso es que en el compartir se da
algo especial, que antes que intentar describirlo, cada uno puede indagar lo que
esto significa a partir de su propia experiencia.
Y como Jesús era humano, tuvo muchos
encuentros. Él mismo dijo a sus discípulos que ya no los llamaba siervos, sino
amigos (Cfr. Jn 15,15), y esto lo hizo luego de sentarse a la mesa con ellos. Por mi parte, recuerdo mis últimos encuentros con mis amigos y, antes que la comida, lo bueno es que fue con ellos. El lugar y la comida, aunque ayudan bastante, no es lo más importante.
Sigamos. “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18). Creo que esto va más allá de la relación varón-mujer. Es que el hombre está llamado a la comunicación, con los iguales y con los que no lo son tanto. Las personas semejantes nos muestran que hay otro que comparte lo que somos y en aquellos que son diferentes vemos que hay una realidad distinta a la nuestra que nos abre horizontes. Ciertamente no hay nadie totalmente extraño, o bien, exactamente igual.
Francisco nos dice que “la
apertura a un «tú» capaz de conocer, amar y dialogar sigue siendo la gran
nobleza de la persona humana” (LS 119). Esta apertura propia del hombre se
manifiesta cuando me abro y comparto con el otro, de igual a igual. Es en este encuentro, en toda la riqueza del otro, donde Dios se manifiesta regalándonos su alegría, sacándonos de nosotros mismos para ver lo bueno que nos regala el otro. Cerrarnos a los demás le quita belleza a la vida.
No se trata de una
separación radical entre quien lleva y quien recibe a Dios. Todos llevamos y recibimos
a Cristo en el otro, en su bondad y virtudes. Más precisamente, Dios se hace presente en ese
encuentro. Es más que una suma, la alegría se multiplica cuando se comparte, y si es con algo rico de por medio mejor aún.