domingo, 30 de octubre de 2016

La carrera


El domingo pasado fue la segunda edición de la carrera de Schoenstatt en San Luis. Fue una forma diferente a la habitual de dar testimonio de la fe. Nos recuerda que la fe no se vive solamente dentro de un templo o a puertas cerradas, sino que se vive en la calle, en el deporte, en la vida tal como es. Así Dios se hace presente de una forma original. Y correr parece una buena metáfora de cómo vivir lo que creemos. 
La fe no se juega en un solo día. Para correr hay que entrenar. Sin preparación y constancia cuesta mucho avanzar. Así nuestra fe la vivimos en el día a día, no solo los domingos, las grandes fiestas o cuando hay "carreras oficiales". La fe se juega siempre, se trata de un estilo de vida antes que un evento particular. 


No corremos solos. En un evento masivo se aprecia claramente. Fueron cientos los que corrieron el fin de semana pasado. Del mismo modo, nuestra fe la vivimos en comunidad, de lo contrario se hace muy difícil. Jesús mismo formaba comunidades, él fue quien llamó a los doce y es quien nos llama a vivir juntos nuestra fe.

Finalmente me pregunto, ¿por qué corremos? Días antes del la carrera escuché la frase la meta es el camino, que aparece en la ruta hacia Santiago de Compostela. 

Ciertamente buena parte de la motivación para terminar la carrera es la meta, pero ¿cuál es la meta? Para mí Jesús es el camino, Él mismo lo dice: "Yo soy el camino" (Jn 14,6), y así se convierte en la meta. Pero no es solo camino y destino, sino que va con nosotros cual compañero y peregrino. No importa la velocidad, lo importante es avanzar con Él a nuestro lado. Incluso es posible retroceder o caerse. Por eso Jesús está ahí, para darnos ánimo (o echarnos porras como dicen acá en México). 

Yo no corrí por correr. Tampoco vivo por vivir o simplemente para pasarlo bien. Sinceramente espero decir al final de mi vida, como San Pablo: "He peleado hasta el fin el combate, concluí mi carrera, conservé la fe(Tim 4,6). Como decimos cada domingo, vivir por Cristo, con él y en él


domingo, 14 de agosto de 2016

En nuestras miserias


Todos tenemos fragilidades e incoherencias y, aunque no nos agraden, son parte de nuestra realidad. Insisto, las miserias abundan como el barro luego de un día de lluvia. Pueden ser enfermedades – físicas o psicológicas – o situaciones difíciles. Nosotros mismos a menudo experimentamos límites y dificultades. 

San Pablo lo dice: “Nosotros mismos somos como frágiles vasijas de barro que contienen un gran tesoro” (2Cor 4,7). Y a veces tanto barro nos impide ver el tesoro. Nuestras pequeñeces son parte de nuestra experiencia humana, finita y limitada, nos guste o no.

Lo bueno es que nos encontramos en un contexto particular. El papa Francisco convocó un jubileo extraordinario de la misericordia. En otras palabras, un año dedicado a proclamar de manera especial que Dios es un padre bueno y rico en misericordia. Al mismo tiempo nos invita a abrir "nuestros ojos para mirar las miserias del mundo" (Misericordiae Vultus 15)

Podemos recharzarlas o negarlas. Sin embargo, hay un camino diferente que empieza con reconocer todas estas zonas oscuras de nuestra vida, pero que no se queda ahí con tristeza. Luego de observar todo esto podemos comenzar por aceptarlas, o más bien, aceptarnos y aceptar nuestra vida tal cual es a fin de admitir que somos pequeños y que necesitamos ayuda.

Es sencillo, al menos en la teoría. Si estamos enfermos pedimos asistencia a un médico, si no sabemos reconocemos nuestra ignorancia y pedimos a alguien que nos enseñe. Si nos equivocamos pedimos perdón. En el fondo se trata de vivir sabiendo que no somos perfectos sino que necesitados.

El paso siguiente, aunque esto tenga poco y nada de receta, es mirar con los ojos de la fe y ver que así como necesitamos que otras personas nos auxilien y complementen, necesitamos la compañía de Aquél que es Misericordia. Dios no es juez severo sino que es un Padre que "nunca se cansa de destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir con nosotros su vida" (MV 25).

Puede ser que nuestras miserias nos tiren para abajo, que no las queramos y que sean un peso en nuestra vida. Es posible que sean malas, que sería mejor que no formaran parte de nuestra existencia. Sin embargo, nos permiten reconocer nuestra fragilidad y abrir nuestro corazón necesitado al Dios que nos ama. Ellas nos invitan a abrir los brazos y pedir ayuda a quien todo lo puede, porque cuando todo brilla en nuestra vida podemos creer que todo lo podemos, pero cuando el panorama se pone oscuro podemos reconocer con más fuerza esa luz clara que brilla en medio de las dificultades, podemos ver más fácilmente a Dios presente en nuestras vidas.

jueves, 9 de junio de 2016

Vergüenza nacional

Hoy sucedió, a mi juicio, algo terrible y triste. La verdad más triste que terrible. No es primeramente porque hayan destruido una imagen o hayan profanado un lugar sagrado. En un comentario que leí en facebook alguien comentaba: “Es una imagen que no ve y no escucha. Jesús vive en tu corazón y aunque destruyan todas las iglesias seguirá en tu corazón. Recuerda que tú eres su templo, en ti vive”. Y creo que es cierto. Jesús decía que antes que el templo como edificio estaba él mismo, él es más importante que un edificio (cf. Jn 2, 19-21). Y es cierto, la Iglesia es más importante que una iglesia.

No obstante, es triste ver cómo se violenta algo que para muchos es sagrado. No se daña simplemente una imagen o un edificio, sino que se ataca lo más íntimo de la fe cristiana, se atenta – aunque sea simbólicamente – contra Jesús mismo, a quien los cristianos amamos y seguimos. No se está discutiendo una ideología, se violenta una persona y no cualquiera. Lo de hoy es semejante a lo que ocurrió el primer Viernes Santo hace unos dos mil años.

No juzgo a los encapuchados, aunque ciertamente repudio lo que hicieron. Seguro Dios sabe lo que hay en sus corazones y por qué lo hicieron. Tal vez no sabían lo que significaban sus acciones al igual que los soldados romanos. Por eso Jesús dijo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 24).

Ahora bien, destaquemos lo positivo. En diversos medios he podido ver reacciones que no son planificadas. No son parte de un plan mediático programado, sino que son manifestaciones que brotan de lo hondo del corazón de los fieles, son respuestas que nacen de una fe herida y apenada que como alguien escribía en facebook: "Afectan al movimiento estudiantil con su actuar y hacen que a nosotros, los cristianos, nos duela todo de pura pena". Y ciertamente, sus palabras son más sentidas que reflexionadas. 


Hoy todo el pueblo chileno se entristeció por un acto vandálico que se da en el contexto de una marcha llena de buenas intenciones. Los cristianos nos entristecemos aún más porque violaron lo más sagrado que tenemos, nuestra fe y atacaron – quizás sin quererlo – a la persona más importante de nuestras vidas: Jesucristo.

Sin embargo, que bueno que así sea. No me alegra lo que pasó en la iglesia, me alegra lo que está pasando en La Iglesia. Qué bueno que nos duela, acongoje y moleste cuando agreden algo que teóricamente es tan importante para nosotros los católicos, pues significa que esto constituye algo realmente importante para nuestra existencia. No es careta, es un dolor sincero que nos lleva a unirnos como Iglesia y a anunciar nuestra fe.

Es una pena que tengan que ocurrir cosas así para que expresemos más manifiestamente nuestra fe. No obstante, la tristeza disminuye al ver que la Iglesia crece. “La única iglesia que ilumina es la que arde” vi que alguien comentaba en facebook. Es cierto, la Iglesia que arde por Cristo, que se entristece y encoleriza cuando arremeten contra él, ciertamente ilumina y brilla en medio del mundo como el mismo Jesús nos decía: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5,14). Que su luz brille hoy en nosotros en este oscuro momento, pues en esa luz aparece Cristo más vivamente.

domingo, 29 de mayo de 2016

Una pausa [creadora]

Hace unos días leí una columna que compartió un amigo en facebook. Hablaba del otoño y decía: 
"Para mirar y aprender de las alfombras de hojas, hay que tener tiempo. ¿Y quién tiene hoy tiempo? No tenemos ni tiempo para detenernos para entender que nosotros mismos somos el mismo tiempo que se nos va. En estos días vertiginosos, en que malgastamos la poca vida que nos fue dada en tacos interminables, en correr de asunto en asunto, de “evento” en “evento” como sombras, y en que hemos dejado de vivenciar la vida como el mayor acontecimiento de todos, es bueno arrimarse a un árbol de otoño..."
Y es cierto. Vivimos con prisa y pretendemos que esto hará que nuestra vida sea mejor, pero es justamente esta actitud lo que juega en contra. De hecho, yo mismo pensaba escribir esto hace casi un mes, pero “no he tenido tiempo”. Actualmente vivimos quizás el doble que generaciones anteriores, pero ¿vivimos mejor? ¿Vivimos bien al menos?
Creo que es urgente hacer una pausa. Es simple, pero no fácil, pues la vida nos come y sin embargo, somos nosotros los que debiéramos llevar las riendas de nuestra existencia. No obstante, a menudo las cosas no son como debieran.
A veces las pausas son involuntarias, son por causa de una enfermedad o algún acontecimiento que no teníamos programado. Aun así nos ayudan a mirar el mundo de un modo diferente. No hace falta ser muy inteligente para reconocer que no es necesario que pase esto. Podemos parar por nuestra propia cuenta.
¿Qué hacer? Mi propuesta es simple: huir y contemplar. ¿Dónde ir? a un lugar tranquilo, a la naturaleza, al mar o simplemente a una plaza o un parque camino del trabajo.
Huir. Dejar lo que estamos haciendo. Es cierto que puede ser muy importante, tal vez urgente. Quizás sea más claro hablar de tomar distancia. Pero, ¿alejarnos para qué? Para contemplar.  Parece una palabra complicada, pero es más sencilla de lo que parece. Se trata de mirar de un modo distinto, con calma y perspectiva. Contemplar nuestra vida y verla con otros ojos. Quizás simplemente verla, pues a menudo no reparamos en lo que hacemos.
En la pausa, y este es el punto, nos situamos frente a nuestra vida de un modo distinto. Podemos mirar todo lo bueno que nos ha pasado y dar gracias por ello. Nos sorprenderemos al ver que la lista es más larga de lo que esperamos.
También podemos detenernos en aquello que no ha salido como esperábamos. Pero no nos quedemos en lo negativo, hay que ir más allá. En todas esas cosas malas – que siempre hay, nos guste o no – aparecen pequeñas o grandes cosas buenas que se escondían a nuestra vista. Alguien que nos ayudó a salir adelante o algo valioso que aprendimos. Así lo malo es menos malo, aunque pueda no haber valido la pena. 

Haciendo una pausa y mirando con fe podemos ver, en lo bueno y junto a lo malo, a Dios que se hace presente en nuestra vida. Nuestro problema es que andamos tan apurados que pasamos de largo y Él está ahí esperándonos sin que lo veamos. 


miércoles, 23 de marzo de 2016

Me amó y se entregó por mí

Empezó la Semana Santa. Para muchos – tal vez para la mayoría – esto no es mucho más que sinónimo de tener unos días de descanso. También puede ser una buena excusa u oportunidad para darse un festín de pescados y mariscos pasado mañana (lo cual ciertamente no es el sentido del viernes santo). No obstante, para los cristianos estos días representan el centro de nuestra fe.

Sin embargo, la Semana Santa no quiere ser algo abstracto, algo ajeno a nuestra vida y que simplemente recordamos con devoción. No es solo un feriado más, sino que se trata de un acontecimiento que tiene consecuencias concretas en nuestra vida. No solo rememoramos, sino que actualizamos el misterio Cristo en la Cruz. Esto no es sólo algo que pasó allá lejos, en un pasado remoto, sino que también ocurre acá, en nuestra vida.

Me amó y se entregó por mí (Gal 2,20). Esto es lo que recordaremos este Viernes Santo. La realidad es compleja y tiene sus matices. En esta diversidad podemos encontrar a muchos que nos amaron y se entregaron por nosotros. No tiene que ser necesariamente una entrega hasta la muerte, pero si una muerte al propio yo.

Me explico. Se trata de mirar la cruz desde una nueva perspectiva, una más personal. No es la única, pero es nuestra perspectiva. Es una invitación a reconocer a todos aquellos que han renunciado a un poco de sí mismos por nosotros y lo hicieron tan solo por amor. Pueden ser nuestros padres, profesores o amigos. Pueden ser grandes cosas o pequeños actos cotidianos. Que en estos días podamos pasar por el corazón a todos aquellos que me amaron y se entregaron por mí 

Del mismo modo, en nosotros mismos cada vez que renunciamos a nuestros intereses por un por otro gratuitamente. Son momentos simples, pero profundos. Basta, por ejemplo, renunciar a nuestro tiempo libre para ayudar a un amigo, cambiar unos días de vacaciones por misiones o trabajos voluntarios o cualquier cosa nos permita entregarnos por otros con amor desinteresado. Son esos momentos en que amé y me entregué por otros. En momentos como estos se hace presente el misterio de amor de la cruz.

Finalmente, y esto es lo más importante, hay alguien que se entregó hasta la muerte por nosotros. Es Jesús, el hijo de María. Que todo lo anterior nos ayude a acercarnos al misterio de la cruz no solo como espectadores de un sacrificio ajeno, sino que al ver en nuestra vida a aquellos que se han entregado por nosotros podamos mirar la Cruz de Cristo y reconocer que él me amó y se entregó por mí (Gal 2,20).

martes, 23 de febrero de 2016

Empezar de cero



Se trata de esa relación con Dios. Un día sí. Un día no. Hay días mediocres y otros en que Él brilla por su ausencia. Hay también, para algunos, días en que todo es Dios. No es necesario ir de retiro, simplemente todo nos habla de Él.

El inicio del año siempre es una buena ocasión para dejar cosas atrás. Puede ser la vuelta de vacaciones, un cambio de trabajo, una nueva relación o un cumpleaños. Quizás sea una oportunidad para mirar la vida desde otra perspectiva.

Es cierto que muchas veces se nos presenta el imperativo de la religión. Es esa exigencia que parece más cercano a las abuelas o señoras piadosas, pero que en el fondo todo cristiano tiene. Bueno, unos más que otros. Es que muchas veces acercarse a Dios se nos presenta más como un deber que como un deseo. Se parece más a un cumpleaños de un pariente al que hay que asistir solo por obligación y en que ni siquiera se come bien.

Sin embargo, eso es más de los hombres que de Dios. Él no obliga. Simplemente llama, golpea la puerta, toca el timbre, pero no hostiga. Dios no se vende. Simplemente viene a nuestro encuentro y si no le abrimos no se enoja y, aunque se entristece, no te llena de spams.

Va muchísimo más allá del “queridos hermanos y hermanas” del cura del domingo o el encuentro con alguna monjita. Se escucha en cosas tan simples como cuando un amigo dice “tienes un minuto”. Es que Dios nos sale al encuentro, como diría Francisco, en todo y en todos.

Eso es lo lindo. Podemos mirar hacia atrás, quizá el mes, el semestre o el año. Basta con mirar la semana, o incluso el día de ayer, para ver cómo vino Dios, golpeando nuestra puerta y lo dejamos afuera. En la palabra de aliento, en el buen consejo, en la ayuda desinteresada o en la cerveza con los amigos. Quizás no lo escuchamos, o tal vez no queremos que entre. Sea como sea, Él está ahí, esperando, diciéndonos cada día que es posible volver a comenzar, empezar de cero.

Sin embargo podemos ver cómo muchas veces le abrimos sin darnos cuenta. Es el Dios que venía con buenas noticias y alegrías, que llegaba con los seres queridos y nos llenaba el corazón. Es por eso que es una relación de cada día y que nos invita a buscarlo, a reconocerlo. A veces es suficiente con hacer una pausa y ver que estaba ahí. Así de simple.

Sea como sea, Él espera. Espera que le abramos y le demos una nueva oportunidad. La buena noticia es que nunca nos deja de dar oportunidades, nos dice una y otra vez, como canta Luis Ramiro, te vendré a buscar, para volver a empezar de cero