sábado, 31 de marzo de 2018

El impresionismo de la resurrección


Hace unas semanas visité el museo Neue Pinakothek en Múnic. Fue fundado por Ludwig I a mediados del siglo XIX como el primer museo público en Europa dedicado exclusivamente a obras contemporáneas. Al llegar, sin mucho conocimiento de historia del arte, opté por hacer un recorrido libre de la audioguía y además decidí férreamente buscar una imagen de Jesús que me conquistara y, para hacer más entretenido el juego y por otros motivos que no vienen al caso, quería un Cristo resucitado.

Luego de un rato en el museo hice una pausa y olvidé mi propósito. Seguí avanzando en el recorrido y me deslumbró el paso del realismo alemán al impresionismo francés que culminó con los trazos de Van Gogh. Fue impresionante, literalmente, el cambio de formas y tonos de un estilo a otro. Sin saber mucho de arte pude apreciar como apareció algo completamente nuevo.  Ahí aprendí que los impresionistas además de usar colores diferentes utilizaban pinceladas distintas, menos definidas, algunas con puntos o líneas. Si quieren saber más de este movimiento artístico lamento decirles que no sé mucho más, pero puede investigar por su cuenta (aquí les dejo una página


Volviendo a mi paseo por esta galería bávara, puedo resumir que terminé cautivado por los colores de Manet, Monet y sus amigos, pero sin encontrar el Cristo que buscaba. Sin embargo, tiempo después me di cuenta que sí lo había encontrado, pero no lo había reconocido, como le pasó a los discípulos de Emaús. La resurrección del maestro fue algo tan increíble que les costó creer, por eso en varias ocasiones lo vieron, pero no lo reconocieron. En mi caso fue similar. Lo vi, pero no lo reconocí, no fue en un cuadro específico, sino en un estilo: el impresionismo que me cautivó.

Me explico. Es lo mismo, pero de cierto modo totalmente nuevo. El Jesús que resucitó es el mismo que partió el pan en la Pascua y que cargó la cruz hasta el Calvario. El impresionismo usa lo mismo que antes – muchos paisajes por ejemplo – pero de una forma innovadora, con colores y formas tales que transmiten alegría a quien lo contempla. Ahí está el cambio sustantivo, una especie de resurrección. Ya no importan los detalles rigurosos, sino lo que se trasmite, la experiencia frente a lo que se pinta.

También nos da una nueva medida de la vida. Ya no es poner al hombre al centro ni excluirlo totalmente. Se intenta darle el lugar que le corresponde en medio de la realidad, como uno más, pero sin perderse en el medio. Del mismo modo la resurrección nos es solo un dato de fe, sino que se vuelve nueva actitud: nuestra vocación no es a la muerte, sino a la vida en abundancia. Esto nos invita a mirar el mundo con esperanza, no poner el foco en la sombras, sino en lo positivo, lo bueno, lo que suma.

Jesús resucitó y nos regala una vida más libre, más bella y más feliz. Y esto es lo más impresionante que nos puede pasar.


jueves, 1 de marzo de 2018

Derribando muros


Hace un par de semanas tuve la oportunidad de pasar algunos días en Berlín. Si bien no era un destino que me interesara demasiado visitar, me intrigaba el misterio de una ciudad que fue testigo en primera fila del capítulo más oscuro de la historia contemporánea de occidente, y quizás de toda la historia universal: la segunda guerra mundial (y la posterior guerra fría).

Hay quienes dicen que lugares como éste tienen una vibra especial. Sinceramente no la sentí, pero al recorrer las calles llenas de recuerdos había algo que hablaba sin palabras. Un ejemplo es que la ciudad continúa en reconstrucción. Tiene sentido, no ha pasado tanto tiempo de la caída del muro (tan solo 28 años). Es en ese plan de remodelación urbana que hubiera sido fácil eliminarlo por completo, a fin de quitar de vista el recuerdo incómodo de la fragmentación de todo un país (y de buena parte del mundo). En vez de quitarlo por completo, optaron por mantenerlo en muchos lugares, ya no como separación, sino como memorial. Tal vez para dejar en claro que algo así no se debe repetir.

¿Aprendimos la lección?


Si nos movemos un poco en el mapa, en Latinoamérica existe cierta cultura de los muros. Los condominios (barrios privados, fraccionamientos, o como se llamen en los distintos países) tienen mucho de la antigua barrera entre el este y el oeste berlinés. Dentro de estos desarrollos urbanos vive gente generalmente en mejores condiciones que los que viven fuera. Pareciera que la diferencia es que no dejan entrar a los demás, pero podría ser que es la sociedad – como otrora hacía el régimen Soviético – quien no permite el acceso y quien fomenta las separaciones.

Y los límites físicos no son los únicos. Estamos en un mundo donde pareciera que se alzan divisiones infranqueables cuando radicalizamos nuestras posturas y las tratamos de imponer. Jesús mismo se reconocía como el camino, la verdad y la vida (cf. Juan 14,6), y aun así no obligó a nadie a seguirlo, antes bien, se hizo uno con publicanos y pecadores, y no dudó en criticar el fariseísmo (cf. Mt 23,4; Lc 11,46) de quienes intentaban de mostrarse como justos construyendo barreras imaginarias para sentirse seguros.

Se están derribando los muros. Así es la evolución para Adrián Berra (uno de mis últimos hallazgos musicales). Demoler murallas para hacernos uno, superando la división, sin pretender que todos seamos iguales. En un mundo donde pareciera que vuelven las ideologías que nos alejan, no queremos renunciar a la búsqueda de la verdad, sino más bien encontrarla juntos, buscando puntos comunes en nuestras miradas limitadas (como salió hace unas semanas en la revista Mensaje). Así crecemos y nos hacemos más humanos. Tratar de unirnos y no dividirnos es la invitación. Aprender de los errores del pasado y no replicarlos.