Todos tenemos fragilidades e
incoherencias y, aunque no nos agraden, son parte de nuestra realidad. Insisto,
las miserias abundan como el barro luego de un día de lluvia. Pueden ser
enfermedades – físicas o psicológicas – o situaciones difíciles. Nosotros
mismos a menudo experimentamos límites y dificultades.
San Pablo lo dice: “Nosotros
mismos somos como frágiles vasijas de barro que contienen un gran tesoro” (2Cor
4,7). Y a veces tanto barro nos impide ver el tesoro. Nuestras pequeñeces son
parte de nuestra experiencia humana, finita y limitada, nos guste o no.
Lo bueno es que nos encontramos en un contexto
particular. El papa Francisco convocó un jubileo extraordinario de la misericordia. En otras palabras, un año dedicado a proclamar de manera especial que Dios es un padre bueno y rico en misericordia. Al mismo tiempo nos invita a abrir "nuestros ojos para mirar las miserias del mundo" (Misericordiae Vultus 15)
Podemos recharzarlas o negarlas. Sin
embargo, hay un camino diferente que empieza con reconocer todas estas zonas
oscuras de nuestra vida, pero que no se queda ahí con tristeza. Luego de
observar todo esto podemos comenzar por aceptarlas, o más bien, aceptarnos
y aceptar nuestra vida tal cual es a
fin de admitir que somos pequeños y que necesitamos ayuda.
Es sencillo, al menos en la
teoría. Si estamos enfermos pedimos asistencia a un médico, si no sabemos reconocemos
nuestra ignorancia y pedimos a alguien que nos enseñe. Si nos equivocamos
pedimos perdón. En el fondo se trata de
vivir sabiendo que no somos perfectos sino que necesitados.
El paso siguiente, aunque esto
tenga poco y nada de receta, es mirar con los ojos de la fe y ver que así como
necesitamos que otras personas nos auxilien y complementen, necesitamos la
compañía de Aquél que es Misericordia. Dios no es juez severo sino que es un
Padre que "nunca se cansa de
destrabar la puerta de su corazón para repetir que nos ama y quiere compartir
con nosotros su vida" (MV 25).

No hay comentarios:
Publicar un comentario